Hace algún tiempo, por allí en 2009, se le escuchó a Germán Martínez, entonces presidente del Partido Acción Nacional que su objetivo político era “guanajuatizar” a México. Nadie entendió a qué se refería exactamente con ello, pero levantó amplias discusiones en los círculos políticos. Desde las bromas sobre el conservadurismo político, hasta su pretensión de pintar de azul las elecciones de dicho año (cosa que no consiguió). Pero el hecho quedó como una anécdota curiosa. Lo cierto es que hay estados de la República que, por su importancia, por sus circunstancias o por su situación actual, se convierten en verbos, en lugar de nombres propios; y uno de ellos es Michoacán. Pero no es cosa menor hablar de la “michoacanización” del país, puesto que el verbo que parece sacado de la política ficción, es en realidad, uno de los mayores riesgos que enfrenta la seguridad pública en todo el territorio nacional.
Mucho se ha hablado acerca de los riesgos que trae la administración de la justicia por cuerpos y organizaciones privadas y ajenas al estado. Ya se había establecido que una de las principales características que constituyen al estado es “el monopolio del uso legítimo de la fuerza” (Max Weber) y cuando esto falla, entonces lo que falla es el Estado mismo. Potencialmente a eso se enfrenta la nación cuando las autodefensas son legalizadas e incorporadas como una organización más del sistema político; no se hace por que ya se tenga control sobre ellas, sino que se hace – como medida desesperada – para tener control sobre ellas de manera efectiva.
El riesgo de la “michoacanización” de México es latente: basta voltear la mirada al estado de Guerrero (vecino de Michoacán) en donde el Gobierno estatal dotó de legalidad y tolerancia a las policías comunitarias, otorgándoles recursos del erario para su propio sostenimiento. La pregunta entonces es: ¿quién controla a los grupos autónomos que deciden tomar la justicia por su propia mano? El dilema es mayor cuando el Estado ha probado fehacientemente que no tiene capacidad efectiva de hacer frente al crimen organizado, pero la legalización de la justicia privada tampoco parece ser la vía más eficiente de resolver el problema. Aún así, el riesgo mayor es que este fenómeno comience a esparcirse por más entidades y que se vuelva entonces un cuerpo paramilitar creciente fuera de los límites legales del gobierno. Recordemos lo que pasó con las FARC y las zonas liberadas en Colombia. Sin duda que los estados y la federación han dado un paso audaz al incorporar a estas organizaciones al sistema, pero allí puede entonces difuminarse la delgada línea que separa la legitimidad de la venganza.
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